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Cuando la savia se transforma en tinta

 

La cárcel en la que han metido al bosque

tiene las paredes de desierto, los barrotes

de asfalto, el techo de humo. Y el carcelero

es la ignorancia.

 

 

Joaquín Araújo derrama en las hojas de papel todo su amor por los bosques. A modo de pequeño diario y con anotaciones a mano, este pequeño libro desborda poesía.

La necesaria y vital poesía, hija como todo lo demás, de los bosques. Araújo nos interpela entre versos y aforismos, y nos suplica en esta carta de amor que no matemos al bosque.

Como el viejo Thoreau, nuestro escritor es un caminante. Caminante de la naturaleza, no del sendero. Caminante de las vidas, que son «múltiples» y «diversas» nos explica.

«¡Qué tristeza el que la Historia haya

sido, demasiadas veces, hacha!»

Plantemos más árboles porque cada libro

es también una herida en la arboleda

Atrapan nuestras inmundas

contaminaciones y en lugar de

incesantes letrinas en el aire ellos,

los árboles, las convierten en

belleza.»

«Plantemo árboles» nos pide Joaquín, quien ya ha plantado más de 20.000. El autor nos pide este pequeño y humilde gesto de gratitud hacia aquellos que son a la vez ancestros y futuro, los bosques.

Observo el presente, y pienso: a menos bosques, más conflictos, a menos arboledas, más violencia. A menos paseos, menos pensadores. La muerte del caminante es la muerte del bosque y la muerte del bosque la del caminante.

«He auscultado atentamente por si los

árboles tienen algún idioma: el único

que me interesa aprender.»

Os debemos todo, bosques, hasta las palabras. Al final del libro Araújo nos dibuja los carácteres japoneses para árbol, arte, talento, persona… y todos ellos comparten trazo. Si el lenguaje se acuerda no es justo que los que lo usamos olvidemos.

Sin ellos no hay aire que respirar, no hay vida que vivir, no hay mañana. Pero ni para ti ni para nadie. Hijos de la belleza, como en una tragedia griega, matamos a los padres, nos recuerda Joaquín. Pero este asesinato del origen, es golpe de muerte al futuro.

Poco puedo añadir a las palabras de quien fue compañero del gran Félix Rodríguez de la Fuente. Sólo pediros que escuchéis su poesía y sus plegarias mientras camináis por los bosques, los pocos que aún nos quedan.

«Nos extinguiremos por no ser solidarios

con lo que extinguimos, los bosques.

Un día no volverán las golondrinas

y, acaso, lo soportaremos

Otro día no volverán las hojas y no

podremos soportarlo.»

 

Sílvia Esteve

Citas de la obra Árbol, Joaquín Araújo, Gadir Editorial

Los guardianes de la naturaleza

 

«¿Qué sabemos, de la vida en la tierra? ¿Cuántas especies conocemos, una décima parte, quizás una centésima? ¿Qué sabemos, de los vínculos que las unen? La Tierra es un milagro. La vida sigue siendo un misterio.» Yann Arthus Bertrand (cita extraída del libro de Jordi Pigem Inteligencia Vital)

 

Artículo de Sílvia Esteve

En su décimo aniversario, hoy queremos reivindicar este precioso manga de Jiro Taniguchi, La Montaña Mágica (2007). El autor de El almanaque de mi padre, Los guardianes del Louvre y Barrio Lejano, entreo otros, es, sin duda alguna, uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Sus obras intimistas nos situan normalmente en los escenarios del pasado del autor. Reflexionan sobre el paso del tiempo, los lazos familiares, el hogar, la infancia… Pivotan sobre la nostalgia, una palabra que justamente no existe en japonés en su acepción de recuerdo triste, de hecho ellos utilizan el término inglés nostalgic. La nostalgia puramente japonesa es una nostalgia feliz («natsukashii»), como la que encontraremos en La Montaña Mágica.

Un sencillo argumento sostendrá una intensa historia de amor y lucha, un viaje iniciático de dos hermanos, el viaje de la infancia a la adolescencia, guiados por la naturaleza y los espíritus de la montaña. Kenichi y Sakiko son nuestros protagonistas: huérfanos de padre que ven cómo ahora cae enferma también su madre. Su aventura empezará cuando al finalizar las clases en verano, Kenichi, en una de sus excursiones al museo del pueblo descubra una salamandra gigante cautiva en un acuario. La salamandra le pedirá a Kenichi que la libere, pues los humanos la capturaron hace muchos años y si no regresa con su madre, la diosa de la montaña, muchas desgracias ocurrirán. Estupefacto ante la comunicación con el anfibio, Kenichi aceptará la proposición: en muestra de agradecimiento, la salamandra le promete que ayudará a sanar a su madre si la lleva hasta su hogar.

Kenichi y su hermana llevarán a la gran salamandra a la cueva secreta de la montaña y la devolverán a su hogar. La gran diosa de la montaña, hokora-sama, devolverá la salud a la madre de los niños y permitirá el reencuentro con el espíritu de su padre. La montaña recobrará toda su fuerza y vigor, perdidos durante la ausencia de la pequeña salamandra, así como lo harán los niños con la vuelta de su madre.

Historia sencilla, mensaje inmenso. Este pequeño cuento nos transmite un mensaje muy potente: no somos los dueños de la tierra y no conocemos todos sus misterios. Somos un habitante más. No podemos saquear la naturaleza, capturar sus animales, talar sus árboles, envenenar sus ríos. No nos pertenece. Nosotros pertenecemos a ella. Sólo si encontramos el equilibrio, si sabemos el lugar que nos corresponde lograremos vivir en comunión con ella.

Conectados, lo vivo y lo muerto, el espíritu y la materia. Interconectadas las especies. Fluyendo eternamente como el río interno de la montaña. Unidos por el gran sentimiento del amor. Kenichi y Sakiko superarán sus miedos y prejuicios, confiarán en la voz de la salamandra. Poseedores todavía de la magia de la infancia podrán comunicarse con los animales, sentir las vibraciones de la montaña y ser uno con ella.

Taniguchi retrocede en el tiempo para reencontrarse no sólo con los recuerdos de su infancia, sino con las posibilidades que esta le brindaba. Nostálgico de esa relación de tú a tú, con ella, la montaña. Con su cómplice, la naturaleza.

Vuelve de adulto, a su tierra, a su pueblo. Y si bien ahora ya no puede comunicarse como lo hacía antes, sí sabe cuál es el lugar que le pertoca al hombre. El de guardián y garante de la protección de su montaña, de su entorno, de su planeta. Aquella naturaleza madre, que salvó a la suya.

Con el artículo de hoy pretendo rendir homenaje a todos los que la protegen y luchan por ella. Incluso dando su vida. Hombres y mujeres valientes, que se enfrentan con poquísimos medios a pirómanos, cazadores, maltratadores… que educan y conciencian. Personas que conocen nuestras montañas y sus secretos, su frío y su calor, sus ríos y sus árboles, sus animales. A todos ellos gracias por seguir hablando con la naturaleza y protegiéndola de «los malos».