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Donde viven los amigos

 

«Cuando yo tenía seis años vi una vez una lámina magnífica en un libro sobre el Bosque Virgen que se llamaba «Historias Vividas». Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera. (…) Reflexioné mucho entonces sobre las aventuras de la selva y, a mi vez, logré trazar con un lápiz de color mi primer dibujo. (…) Mostré mi obra maestra a las personas grandes y les pregunté si mi dibujo les asustaba. Me contestaron: «¿Por qué habrá de asustar un sombrero?» Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digería un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas grandes pudiesen comprender. Siempre necesitan explicaciones. (…) Las personas grandes me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesara un poco más en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. (…) Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas, y es agotador para los niños tener que darles siempre y siempre explicaciones.» Inicio de la obra El principito de Antoine de Saint-Exupéry

 

Por suerte para muchos, Roger Olmos siguió dibujando boas dentro de elefantes, y lo que es más importante siguió viendo en esa representación del sombrero a la boa que se comió al elefante.

«Éste es un libro para que los niños se lo lean a sus padres» nos dice el autor al final de la obra. Tristemente muchos adultos necesitan un intérprete para lograr traducir la empatía, la inocencia, la amistad.

La protagonista de nuestra historia recibe como regalo de su madre un libro de ilustraciones, un «cuento». La madre lo compra, pero la niña lo vive, lo entiende. Una tragedia se cierne sobre nosotros cuando pasamos de aventureros, soñadores, niños a consumidores, realistas, adultos. La tragedia de hacernos mayores.

La pérdida de la infancia (un tesoro del que por desgracia no todos los niños pueden disfrutar) no deja de ser una muerte. La adolescencia, por ello, se convierte en un duelo extraño por aquél niño o niña que un día fuimos. Roger nos lo transmite pintando de gris y negro lo relativo al mundo de los adultos y a pleno color el mundo de la niña.

En el mundo de los colores, de los cuentos, de los sueños, teníamos la suerte de tener unos amigos que, aunque no fuesen de nuestra misma especie, nada impedía que hablásemos con ellos, jugásemos y les quisiéramos con todo nuestro corazón. El idioma universal de la empatía elimina cualquier frontera.

Nuestra protagonista viaja, gracias al libro, a un mundo lleno de animales y seres fantásticos. Se pone su traje de conejo rosa y corre con una única zapatilla por los campos de la imaginación.

Vacas, cerdos, pájaros, peces… Juegan junto a ella.

Interrumpida por su madre, que la llama para cenar, la niña vuelve al mundo real. Donde debe calzarse de nuevo ambas pantuflas. El suelo real suele estar más frío.

Escalón a escalón. Del desván, donde viven sus amigos, a la cocina. Y la cena en el plato. 

La madre ve la «comida»: ya no ve el elefante dentro de la boa. Ve el sombrero.

Este es un libro para que los niños y los que se resisten a dejar de serlo se lo lean a los que olvidaron quiénes fueron. A los que olvidaron a sus amigos.

Roger no nos pide que volvamos a creer en seres fantásticos, nos pide que seamos capaces de volver a «ver» a todos los seres reales que nos rodean.

 

NOTA: Amigos solo se encuentra a la venta aquí 

La obra a estado editada por FAADA en España y Logos Edizioni en Italia

Artículo de Silvia Esteve

El primer peldaño: la Empatía

 

«Una vez que volvíamos a pie desde Moscú, unos carreteros que venían de Serpújov y que se dirigían al bosque de un mercader a por leña, se ofrecieron a llevarnos. Era jueves santo. Yo me senté en el primer carro junto al carretero, un campesino fuerte y tosco, con la cara roja, que era evidente que bebía mucho. Al llegar a un pueblo vimos que, en un extremo, sacaban de un patio a un cerdo a rastras. Cebado, desnudo y de piel rosácea, iban a matarlo. Chillaba con desesperación, parecía un grito humano. Justo cuando pasábamos por delante, empezaron a degollarlo: un hombre le rajó la garganta con un cuchillo. El cerdo chilló aún más fuerte, con una voz aún más estridente, pero logró zafarse y salió corriendo, bañado en su sangre. Como soy miope y no veo con detalle, solo pude distinguir el cuerpo del cerdo, rosado como el de una persona, y oír sus chillidos desesperados. Sin embargo, el carretero sí lo vio todo y no apartó de allí la mirada. Atraparon al cerdo, lo derribaron y acabaron de degollarlo. Cuando los chillidos cesaron, el carretero suspiró pesadamente y dijo: «¿Es posible que nadie responda por esto?» El primer peldaño, Lev Tolstói 189, Kairós 2017

 

126 años. Tiempo, mucho tiempo, y paradójicamente parece ser que nos encontramos en el mismo punto. O quizás no. Quizás los dos polos se hayan alejado todavía más, el extremo de lo compasivo y el extremo de lo cruel.

Si es cierto que el número de personas que están tomando consciencia y, lo más importante, que están cambiando sus hábitos crece, también lo es que las atrocidades cometidas contra los animales (humanos incluídos) no sólo no han menguado, sinó que son, en muchos casos, todavía peores gracias a las mejoras en tecnología y, muy importante, la ocultación de estos hechos al gran público.

Ojos que NO QUIEREN ver, corazón que no siente.

En ambas obras, escrito y documental, asistimos a dos procesos de cambio. Una, autodidacta e imbuida por un fuerte sentimiento religioso, que no eclesiástico, y el otro guiado por una mentora vegana que va mostrando al escéptico omnívoro los motivos y razones por las que merece la pena abandonar la alimentación y uso animal.

126 años y sorprendentemente las dudas, miedos, reproches, ataques entre las diferentes posturas son las mismas: ¿Es sano? ¿Es correcto? ¿Es natural para nuestra especie?¿Qué relación debemos mantener entonces con los otros animales?

Si Tolstói nos hablaba de un buen cristiano, del ideal de acercarse más y más a la perfección moral de la divinidad, en el documental veremos cómo pesará más la figura del individuo, de su propia decisión, con sus propias consecuencias. No habrá un dios que te premie, tampoco uno que te castigue.

Diferentes referentes pero un mismo mandamiento «No matarás». Más allá incluso, no causarás sufrimiento.

¿Cómo digerir que nuestras vidas impliquen tantas muertes?

Ed comenta a Carla Cornellà, fundadora de FAADA en un momento del film: «Tenéis la batalla perdida». Y Carla responde: «No es una batalla».

Se trata de convencer, no de vencer. Y sí, cuesta mucho más lo primero que lo segundo. Estamos a 2017 y seguimos bombardeando con armas químicas a niños.

Tolstói tendrá acceso al matadero de Tula, y podrá ver son sus propios ojos las muertes de los bueyes y las vacas. No sólo su muerte, si no su sufrimiento.

A la productora se le denegará en repetidas ocasiones este acceso. Recordemos: 1891-2017. El esfuerzo por ocultar la barbarie es mucho mayor cuanto más se teme por los efectos de esta visibilización.

Si los mataderos tuvieran paredes de cristal… Bueno, quizás muchos seguirían mirando para otro lado, otros podrían verlo y seguir comiendo carne. ¿Pero cuántos cambiarían de parecer? Muchísimos. Aunque debemos tener en cuenta que no sólo se hace frente a «la necesidad de comer animales» sinó también al poder del «placer de comer animales». La «glotonería» como la definirá Tolstói. Los humanos somos una especie que se desvive por el placer. Y para ilustrarlo recordad la cara de Ed cuando cocina la tortilla vegana, su gran miedo en ese momento es ¿sabrá bien?

Tolstói entendía el vegetarianismo como un primer paso, el primer peldaño de una escalera que nos acercaba a Dios, al comportamiento moral. No podemos ser buenos cristianos mientras sigamos infligiendo dolor, nos cuenta en su ensayo.

Si substutuimos a Dios por la ética, tendremos igualmente el mismo camino que recorrer, la misma escalera que subir: la de la empatía.

Empatía hacia aquellos otros «yoes» que malviven y mueren para alimentar, divertir y servir al ser humano.

126 años y la petición de aquellos que han bajado las armas sigue siendo la misma: respeta al otro, ponte en su piel y establece una relación que no implique la sumisión ni la muerte.

126 años y nos seguimos preguntando ante la barbarie «¿No hay nadie que responda por esto?». Sí, se empieza a responder, pero muy poco, a nadie le gusta reconocerse verdugo.

Hay que seguir mostrando al mundo lo que se oculta tras las paredes de los mataderos, los cristales de los acuarios, las telas de las carpas de circo, las rejas de los zoos. Porque detrás de cada muro, hay un yo.

Artículo de Silvia Esteve